Entonces, cuando el mar en su nacimiento coetáneo
envolvía la tierra sin orillas embate tras embate,
comenzó la vida bajo el oleaje
en cuevas primigenias alimentada por el calor del sol.
Al principio, formas diminutas, invisibles al esférico cristal,
se mueven sobre el cieno o atraviesan la masa de las aguas;
y, al florecer sucesivas generaciones,
adquieren nuevas fuerzas y asumen miembros mayores,
de donde surgen grupos incontables de vegetación
y reinos que respiran dotados de aletas, pies y alas.
Luego, cuando los fuegos prisioneros en cavernas profundas
queman la tierra firme y consumen con ímpetu las olas,
y cuando nuevos aires se hinchen en horribles explosiones,
se forman islas de lava y continentes sólidos,
se apilan las rocas y las montañas se alzan unas sobre otras
y los primeros volcanes llamean hasta el cielo.
En incontables bandas se desplaza una miríada de insectos
desde los jardines de madréporas y las grutas de corales;
dejan las frías cavernas de las profundidades y reptan
por empinadas orillas o trepan por laderas rocosas
seres acuáticos de frías agallas buscando pulmones para respirar
y un sano soplo de aire en legamosos promontorios.
Así, el alto roble, el gigante del bosque,
que transporta el trueno de Britania por los mares,
la ballena, monstruo inconmensurable del océano,
el señorial león, monarca de los llanos,
el águila, que planea por los reinos del aire
y cuyos ojos beben sin deslumbrarse el resplandor del sol,
y el hombre, dominante, que gobierna la masa de las bestias,
orgulloso del lenguaje, la razón y la reflexión,
con su frente erguida que desprecia este suelo terrenal
y se llama a sí mismo imagen de su Dios,
surgieron de los rudimentos de forma y sensación,
de un punto embrionario o un ente microscópico.
Erasmus
Darwin[1]
(1803)